La modernización llegó a Colima
no solo a través de automóviles, asfalto, centros comerciales y la gran
industria, sino también de ciertas ideas catalogadas como liberales, de respeto
a derechos individuales y formas de gobierno que al menos en teoría,
corresponden con los cambios que ha vivido nuestro estado en las últimas
décadas.
Pero lo cierto es que, sin afán
peyorativo, somos un rancho grande, una urbe que se ubica entre las ciudades
con mayores índices de automóviles en circulación en el país, los que sin
embargo tienen que ceder su dominio cuando la “tradición” nos asalta.
Tal es el caso de las ahora
polémicas Fiestas Charrotaurinas de Villa de Álvarez, las cuales están tan
arraigadas en la identificación popular, que en la tienda La Marina se venden
camisas con el logotipo de “Villalvarenses por tradición”, y hasta el
gobernador del Estado, en un acto republicano, se hace tiempo para recibir a
los integrantes de esta asociación para recibir su camisa.
Pero aunque los defensores de la
tradición en Colima promuevan solo una faceta de lo que consideran modernidad
para resguardar lo que consideran tradición, no pueden escapar a una sociedad
que se ha desarraigado de los límites regionales y que incluso reinventa y
niega las costumbres y los hábitos que según las leyes históricas los deberían
de definir.
Este es el caso de la
tauromaquia, tema vinculado al maltrato animal, el cuidado del medio ambiente y
la promoción de una suerte de nueva relación del ser humano con su entorno que
se ha venido impulsando desde los años sesenta aproximadamente.
Pero el debate no es tan simple
como lo hacen parecer quienes despotrican contra la bestialidad de un
espectáculo muy arraigado en el imaginario colectivo y quienes se rasgan las
vestiduras con el pretexto de defender una tradición que simplifican.
Lo que quiero apuntar, es que las
famosas fiestas de la Villa no se reducen a las corridas de toros, de ahí que
resulte irresponsable que se satanice todo un festejo y sus símbolos para
promover la causa antitaurina, así como es peligroso estigmatizar a quienes
promueven el abandono de este espectáculo como los enemigos de la cultura
regional y la memoria histórica.
Y si extendiéramos el espacio a
las voces críticas, encontramos toda una lista que debería ponernos a pensar en
lo que entendemos por tradición, a quienes beneficia y los costes que acarrea a
la ciudad y la sociedad.
Cabe aclarar qué entendemos al
hablar de tradición, que perteneciente al campo cultural, es una construcción
social y por lo tanto es dinámica, se transmite de una generación a otra y eso
no nos exime de cambios. La tradición se transmite desde un pasado, es herencia
colectiva pero está sujeta a su renovación en el presente, si no, se quedaría
fosilizada y en la obsolescencia. ¿Acaso las mismas cedes de la feria no se han
movido de lugar para responder a las necesidades urbanas en turno?
Claro ejemplo de esto son las
mismas fiestas de la Villa, las cuales se originan en una serie de festejos
dedicados a San Felipe de Jesús, que vienen desde tiempos virreinales y no eran
una celebración municipal sino regional. Con el tiempo el festejo fue mudando y
se asentó hacia inicios del siglo XX o finales del XIX en lo que hoy conocemos
como Villa de Álvarez.
Las fiestas se han realizado a
partir de estas fechas –con sus
interrupciones-, para celebrar al santo, para recaudar fondos que después eran
destinados al sustento y la mejora de infraestructura de iglesias, calles,
edificios y servicios públicos, pero también, para ofrecer al “pueblo” un
momento de escape ritual de su afanosa opresión.
Al menos esto queda de manifiesto
cuando en 1896 se suspendieron las fiestas y algunos pobladores saltaron para
manifestar su desacuerdo. En un registro de una carta encontramos la siguiente
argumentación:
"solo en colima que estamos sentenciados a no tener ni
un teatro, queremos echarla de serios, de novadores y reformistas a nuestro
modo. Solo en colima todo muere, para nada hay vida; no, para los artesanos y
para qué, lo ignoramos, venga el movimiento, haya un rato de recreo: que gocen los pobres, esa clase a quien no
le es dado tener convivialidades; esa clase que desea limpiarse el sudor por un
momento y gozar aunque sea con unas pobres fiestas, concedámoselas puesto que
quiere ¿o nomás la leva es para el pueblo? pedimos fiestas en la plazuela de la
concordia...”
Es así que para el pueblo
oprimido, para los explotados (al menos así se asume en el texto citado), no
había en el estado opción alguna para recrearse más que las fiestas en honor a
San Felipe de Jesús.
FIESTA TAURINA
Antes que una fiesta taurina esta
es (o era) una celebración religiosa, que si bien mantenía como uno de sus
centros de atracción las corridas de toros, alrededor del festejo había toda
una serie de actividades populares, como funciones teatrales, bailes, misas,
entre otras.
En lo que respecta al debate de
los toros, es indudable que son parte de una herencia que viene hacia nosotros,
pero no creo que a esto se pueda reducir la identidad villalvarence, colimota o
mexicana pues según Carlos Mijares, la primera corrida de toros que se realizó
en México fue en 1526, en honor a Hernán Cortés.
Una tradición por el simple hecho
de tener larga trayectoria histórica arraigada en las prácticas sociales sí,
pero entonces seamos claros y digamos que es una tradición virreinal, surgida
como culto al colonizador, entonces nada de sentirse patriotas a través de las
faenas.
No podemos negar el carácter
popular de las corridas de toros en su origen, sin embargo hoy podemos
cuestionar que actualmente la tauromaquia se ha convertido en un espectáculo
que no es accesible al grueso de la población, sino que de hecho son una
actividad de élite.
Dicho sea de paso, las ganancias
de este espectáculo no van a parar en su gran mayoría a las arcas públicas, y
los constructores de la famosa petatera no reciben tampoco gran atención
económica en las corridas formales.
LA PETATERA
Para el imaginario colectivo, un
símbolo indiscutible de la identificación villalvarense es la plaza de toros
conocida como La Petatera, la cual, a través de su tecnología y estética
artesanal le ha valido un lugar merecido en los estándares de conservación y
promoción cultural.
Como señalan diversos
historiadores y cronistas, la petatera no pertenece por completo a Villa de
Álvarez, pues es un obra que incorpora distintas herencias, entre las que
probablemente la más importante sea la indígena, ello por su valor identitario,
pero sobre todo porque según los expertos, es la tecnología raíz que se utiliza
en su construcción.
Cierto es que en la región occidente de México se edificaron
muchas construcciones y plazas de toros a través de esta tecnología, pero
actualmente La Petatera de Villa de Álvarez es la única que ha sobrevivido, de
ahí su relevancia cultural, política y económica.
Poco conocemos o poco valoramos
el trabajo de quienes cada año construyen este monumento histórico, una
herencia a la que pocos prestamos atención: el trabajo comunal de quienes
dedican su tiempo y esfuerzo de sol a sombra para mantener en condiciones una
plaza donde muchos nos hemos regocijado entre cervezas, mezcales, churritos y
guayabillas con espectáculos musicales, con jaripeos, brincando en esa flexible
estructura que parece derribarse al ritmo de la tuba.
¿Cuánto ganan los tabladeros? ¿Qué
lugar tienen en la distribución de la derrama económica de las fiestas? ¿Cuántos
honores y premios se han erigido en su honor?
ESPACIOS DE ENCUENTRO
Probablemente los mayores
espacios de convocatoria de las fiestas de la villa son las calles al paso de
las cabalgatas, a las cuales acuden desde altos funcionarios y políticos,
empresarios, así como quien quiera y pueda conseguir un caballo, mula, burro, e
incluso remolque para sumarse al contingente festivo.
Entre ríos de alcohol, olas de
música y celebraciones, el público se congrega con vestimenta vaquera o ranchera,
lo cual ocasiona las críticas de algunos que ven en esto una mera expresión de
lucimiento temporal, de pavoneo ritual. Algo de lo que estamos llenos durante
todo el año en distintas expresiones.
Las cabalgatas actualmente
molestan a muchas personas por los congestionamientos viales que ocasionan, individuos
que probablemente ya no pueden abrazar la tradición por su ritmo de vida y sus
necesidades cotidianas. Trato aparte merecen los problemas derivados del
consumo descontrolado de alcohol, los jinetes poco diestros o la crisis por la
que pasan algunos animales al circular aglutinados por la ciudad.
Otra fuente de amplia
convocatoria son los conciertos o espectáculos musicales, que igual pueden ser
de precios accesibles o restringidos, todo de acuerdo al artista en turno y a
la lógica que impere, esto es, el de obtener ganancias o de ofrecer
esparcimiento al público en general. Aun así hay atajos, como ubicarse en el
estacionamiento a escuchar de lejitos y convivir en lo corto, claro, si no se
han tomado medidas al respecto para evitar a los coleros.
También está la feria, lugar para
asistir a empinar el codo con las variantes de bebidas alcohólicas que se
ofrezcan, hacer uso de los juegos mecánicos, comprar artesanías o a asistir a
los recibimientos, grandes comilonas financiadas por el erario público de los
ayuntamientos, donde se ofrece gratuitamente birria, cervezas, licor y música
por lo regular.
LOS DILEMAS DE LA CULTURA
¿Cómo hacer un balance de las
fiestas Charrotaurinas? Es insoslayable su valor ritual para la cohesión social
y la generación de identidad (lo que incluye escenas de golpes, basura y
molestia para los vecinos), pero parece que en el Colima del nuevo siglo ya no
caben todos en este escenario. ¿Cómo convivir?
Es pertinente revisar el gasto público en medio de una
crisis financiera que viven todos los Ayuntamientos y el mismo Gobierno del
Estado, ¿es redituable en términos sociales y económicos la inversión? ¿Qué tanto o que tan poco se les exige a los
empresarios? ¿Qué garantías tenemos de que esta fiesta sea verdaderamente
popular?
P.D. Si omití el tema de los espléndidos mojigangos es por mi falta de conocimiento del tema y no empañar esta revisión con cierta nostalgia personal que cree que ya no los hacen como antes.
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