La juventud es diversa, construye
y destruye, no solo es destinataria sino que produce su realidad, sus
identificaciones, sus posturas ante el devenir social. Las identidades son
heterogéneas y las prácticas diversificadas: agregaciones deportivas y
culturales, grupos cívicos, juventudes políticas, colectivos ciudadanos,
organizaciones empresariales, círculos anarquistas, prácticas delictivas,
culturas urbanas…
La juventud es una construcción
más que una sustancia, se configura en la realidad y a su vez la va
transformando, positiva o negativamente y con objetivos diversos, pero sobre
todo siendo objeto de un mundo (adulto) que le deposita esperanzas y le endosa
responsabilidades, muchas veces con pocas condiciones para cumplir estas expectativas
bajo sus propias fuerzas.
Lo joven es una construcción
diversa, rebasa un rango etario pero en este encuentra explicaciones. No todos
los jóvenes son juveniles, mucho menos urbanos, rebeldes o líderes. Esta
diversidad aunque está en el discurso, en realidad pasa de largo en los
diagnósticos y políticas gubernamentales, las cuales homogenizan y normativizan
la juventud hasta quedarse impotentes frente a la realidad.
Pero la diversidad de lo joven
convive bajo patrones comunes, condiciones que comparten y donde se trazan
posibilidades y límites. El desempleo estructural y la precarización laboral
son la pesadilla juvenil pero también pueden ser vividos como fenómenos de
liberación; las opciones de empleo como el Estado, el magisterio u otras
instituciones con aparato sindical son escasas, el ejercicio de la profesión
muchas veces tiene que esperar para encontrar ingresos económicos en otras
actividades como el comercio o la producción cultural, de ahí la emergencia de
cafés, bares alternativos, organización de tocadas, clubs de trueque,
comunidades virtuales de comercio, nuevos elementos en el consumo gastronómico.
En Colima casi el 30% de la
población es joven, esto según la normatividad mexicana que califica como joven
aquel sujeto entre los 12 y 29 años de edad. En este estado hacia el año 2013
el 26.5% de la población tiene entre 15 y 24 años.
Las políticas públicas para el
sector juvenil en Colima son escasas, de hecho no hay claras definiciones de lo
que es juventud para los gobiernos estatales y municipales. Haberle dado a este
tema una relevancia de secretaría de Estado ha arrojado pocos indicadores de
una verdadera preocupación por las y los jóvenes. La Secretaría de la Juventud
hasta la fecha no ha sido acreedora de más del .1% del total del presupuesto
estatal.
Y es que los datos casi hablan
solos, del año 2005 al 2012 el porcentaje de desocupación juvenil ha pasado de
4.7% a 7.7%, esto en medio de una intensa promoción del autoempleo y el emprendedurismo como estilos de vida. Según
el INEGI, en el año 2010 del total de jóvenes con empleo el 83% se clasifican
como “subordinados”, mientras la clasificación de “patrones” era de 1.9%.
Pareciera difícil creer que estos
datos sean la condición compartida por la heterogénea diversidad de lo juvenil
en nuestro estado, donde a parte de la precarización del horizonte laboral y el
debilitamiento de la calidad de vida urbana se suma el elemento del riesgo
social: en el rango de los 15 a 24 años
la primer causa de muerte son los accidentes de tránsito, la segunda los
homicidios y los suicidios la tercera.
En el rubro educativo a pesar de
que ha habido avances aún queda tarea pendiente, señala Juan Carlos Yañez[1]
que de cada 100 jóvenes colimenses (entre 16 y 18 años), sólo la mitad puede
aspirar a enseñanza superior porque terminó el bachillerato, esto en el caso
que cuente con la capacidad económica de pagar las cuotas ya sea de la
Universidad pública o de la oferta privada. La entidad cuenta con una de las
tasas más bajas a nivel nacional de estudiantes de posgrado, de ahí quizás se
explica la poca capacidad productiva e innovación tecnológica del Estado y por
ende, su dependencia de la federación y la “iniciativa privada”. Seguimos
comprando espejitos.
Pero estos son solo datos y si
bien son contundentes, pueden tener diferentes interpretaciones dependiendo de
las intenciones y usos que les demos. La juventud está en las calles y las
escuelas, en los parques, en las plazas comerciales, en el campo, en procesos
migratorios, haciendo música, ejercitándose, experimentando con drogas.
En la ciudad de Colima (o la zona
conurbada) tenemos un crisol de presencias de la juventud: tocadas, torneos de
skate, baile urbano, clubs de motociclistas y/o ciclistas, activismo social…
La avenida V. Carranza se ha
convertido en un corredor de vida nocturna con bares y restaurantes que cobran
vida en torno al consumo de alcohol pero también a la convivencia y el
esparcimiento bajo el mandato de la diversión. La zona centro se convierte en
espacio de ofertas alternativas de consumo cultural y las periferias se mantienen
como zonas desconocidas y productoras de miedo y estigmas. En locales de fiesta
y ranchos se montan espectáculos musicales de diversos géneros. La constante es
la ausencia (o la expulsión) de los espacios públicos.
Fuera de ser actividades
meramente recreativas o culturales, todas estas prácticas son productoras de
identidad, de apropiación de espacios, de reconocimiento y de estar en
sociedad. La aparición de colectivos juveniles que trabajan sobre temas
ambientales o urbanos son muestras de una juventud que quiere participar de la
construcción de su entorno y sociedad
más allá de ser objeto de uso para el voluntariado y la legitimación de
las políticas gubernamentales.
Lamentablemente tenemos pocos
datos, podemos reconstruir y armar escenarios a partir de indicadores demográficos
de INEGI, CONEVAL, INJUVE o la SEP, pero en sí no tenemos estudios rigurosos y
especializados en la juventud colimense. Es necesario promover instrumentos
como encuestas y grupos de trabajo que recojan la diversidad de prácticas bajo las propias
voces y percepciones de las y los jóvenes para de ahí transformar normas y
prescripciones, abrir espacios y construir políticas. Lo juvenil en nuestro
estado parece que solo merece burocracia, campañas de sensibilización
homogeneizadas y préstamos económicos.
En el mejor de los casos la
política pública de juventud en materia municipal es un tema aparte, áreas dedicadas
a un sector de la población que se homogeniza y poco se vincula con las áreas
de gobierno. Las políticas de juventud muchas veces son “descentralizadas”, lo
que implica una relación de mayor dependencia con el poder ejecutivo pues es
quien dota a las instituciones de recursos no solo económicos, sino de insumos
para realizar diversas tareas. El personal de los institutos de juventud se
enfrenta a un trabajo de gestión permanente del con el gobierno, lo que le deja
poco espacio para trabajar en las calles y al joven casi siempre se lo busca en
la escuela, donde ya está disponible para ser objeto de los programas
fabricados en un deber ser anquilosado.
Pero solo dos municipios del
estado tienen institutos de juventud, en los demás la constante es una noción
desfasada donde el tema se asocia al campo de la cultura y el deporte, espacios
y tiempos de recreación, esparcimiento y formación cívica determinados desde
concepciones extremadamente normativas, provenientes de un mundo adulto y
estatal que opera con expectativas diferentes a las que las y los jóvenes van
construyendo.
¿Tiene nuestra sociedad la capacidad
de innovar?
¿Estamos ofreciendo condiciones
para un diálogo intergeneracional frente a las transiciones económicas y
culturales que sacuden el mundo?
¿Qué capacidad real tienen las y los
jóvenes de convertirse en verdaderos agentes sociales y configurar sus proyectos
de vida sin la unicidad de los mandatos del mercado o las imposiciones de los
vigilantes de las buenas formas?
Como decía Daniel Contreras, el
Estado supone que llama a los jóvenes y como no están, pues no los invita a
participar, no los busca. Las juventudes -a la deriva-, se debaten
entre brújulas descompuestas y la posibilidad de reconstruir rumbos, esto en el
mejor de los casos donde la juventud se debate, porque en otros escenarios el
apocalipsis zombie parece instalado como orden natural.
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